miércoles, 22 de junio de 2011

Restitución de tierras públicas


Alfredo Molano Bravo

Han coincidido, para fortuna de unos e infortunio de otros, el invierno –que inundó medio país, destruyó carreteras, ahogó a más de 400 personas– y la promulgación de la Ley de Víctimas, que contempla la restitución de tierras usurpadas a sus legítimos dueños, y que tratan de impedir a bala limpia.

El invierno ha dejado claras dos cosas. Una, que existe una cota superior que los ríos, quebradas y humedales reclaman, y otra, que la causa principal de la tragedia invernal es la deforestación de las cuencas y el arrasamiento de las selvas.

Es un hecho conocido –y mil veces denunciado– la ocupación de bienes públicos que rodean los humedales, ciénagas y playas. Y no sólo la ocupación, sino la apropiación –con escrituras, firmas y sellos– de esos terrenos para ampliar ganaderías y cultivos comerciales, construir urbanizaciones y hoteles. Los casos más sonados son los humedales de la sabana de Bogotá, las ciénagas del Sinú y el San Jorge, y las playas de La Boquilla. En la sabana las inundaciones están haciendo lo que la ley no ha podido: sacar a los invasores inundándoles sus predios. En el caso del río Sinú, la Corte Constitucional ha considerado criminal la desecación de sus ciénagas (Sentencia T- 194 de 1999) por parte de particulares para luego reclamar los terrenos ganados a las aguas como baldíos nacionales, y permitir así ser adjudicados en propiedad privada. Una marrulla a la que se prestaron el Incora, el Incoder –en las pasadas administraciones– y las notarías. Lo mismo ha sucedido en el Valle del Cauca con las madreviejas por parte de las empresas de caña; en el Magdalena Medio por parte de palmeros y ganaderos; en el Atrato, en el San Juan, en todo el andén pacífico con los manglares, y, claro está, en las cuencas del Orinoco y el Amazonas. En regiones declaradas Reserva Forestal (Ley 2ª de 1959) –medio país–, las rondas de ríos, lagunas, ciénagas, no pueden ser ocupadas y menos apropiadas. En los ríos Meta, Ariari y Caquetá, los hatos, haciendas y concesiones territoriales llegan hasta la orilla de las aguas. No hay quién haga respetar esa ley. Ni las corporaciones de desarrollo, ni las gobernaciones, ni las alcaldías y menos hoy la Procuraduría Ambiental. Nadie. Los bienes públicos no tienen doliente. La ocupación de playones puede ser autorizada sólo para el pancoger o la pesca artesanal, y es un derecho que tiene que ver con la comida de los campesinos ribereños. Los ganaderos atropellan esta tradición y corren las cercas. 

También esos terrenos, que el ritmo de las aguas descubren en verano, pueden ser concedidos para cultivos itinerantes; los terratenientes, con la venia oficial, han comprado ese derecho. Poco les importa teniendo de su lado la fuerza pública para defender la propiedad privada.

En general, todas las tierras inundadas en los inviernos –o aguas altas– deberían ser reconocidas como bienes públicos y defendidas con todos los medios que las instituciones tienen a su alcance: códigos, armas, presupuesto. Ahora cuando entra en vigencia la restitución de tierras usurpadas a particulares –y antes de que la medida se rutinice y palidezca–, el Gobierno debería adoptar como política de Estado devolver las tierras públicas a sus legítimos propietarios, los ciudadanos. Si está dispuesto a restituir dos millones de hectáreas a sus dueños, con mucha mayor fuerza debería empeñarse en reintegrar los bienes públicos a la Nación. El Estado, que hace la guerra para recuperar la soberanía política, hace muy poco para defender los terrenos inajenables e imprescriptibles.

Echaremos de menos a Augusto Ramírez Ocampo, un hombre recto empeñado en buscar soluciones políticas, y sobre todo civiles, a la guerra que vivimos desde hace medio siglo. Recuerdo muchas horas en las que sentados en una canoa por el río Caguán me explicó con paciencia –no exenta de ironía y humor– las ventajas que para el Estado y para la guerrilla tenía el respeto al DIH. Hoy, en esta hora de incertidumbre y esperanza, su muerte es aún más lamentable.

El Espectador

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