miércoles, 21 de diciembre de 2011

Reformas desaforadas

Por: Pascual Gaviria

Hace sólo tres años, Colombia vivió con vergüenza uno de sus peores episodios sobre violación de derechos humanos por parte del Ejército.

La palabra hecatombe estaba ocupada en otros menesteres, pero bien pudo servir para nombrar el asesinato de civiles disfrazados de combatientes. Según un reciente estudio del Cinep, entre 2006 y 2008, el período cumbre de la matazón, 835 civiles fueron vestidos de camuflado luego de recibir tiros de gracia. No es injusto decir que en manos de investigadores militares distraídos y en medio de procesos simulados por la justicia penal militar, no tendríamos noticias de cómo enmaletaron a los jóvenes, cómo escogieron al campesino adormilado en un viaje en bus, cómo pulieron la facha de los indigentes antes de vencerlos en combate.

Mientras miles de soldados enfrentan a la Fiscalía y los jueces ordinarios por las ejecuciones extrajudiciales, el Congreso aprueba, al menos por ahora, una reforma constitucional que impone una suposición peligrosa. O mejor, tétrica si uno se atiene a los antecedentes: todos los actos de militares y policías se entenderán legítimos y respaldados legalmente y por lo tanto, en el momento de un reproche penal, deberán ser evaluados por jueces militares.

Según el ministro de Defensa, el artículo no es más que una garantía necesaria para los defensores de la democracia : “…aquello que ocurre en el marco de operaciones militares y policiales es muy importante que sea analizado por una justicia especializada, que conozca las condiciones típicas de esta situación”. El ministro Pinzón intenta separar las operaciones legales de las que involucran violaciones de derechos humanos. Pero sucede que muchas veces se mezclan: lo que comienza con una inspiración legítima puede terminar con un crimen. Y para separar unas de otras son indispensables los jueces sin uniforme.

Mucho se ha hablado de los incentivos perversos que permitieron una cacería silenciosa de militares en busca de blancos civiles. Los incentivos de sangre fueron sin duda claves en esa obsesión por la muerte que cundió en el Ejército. Algún día un soldado desprevenido me dijo con sinceridad infantil: “la moral de uno aquí son las bajitas”. Uno de esos incentivos fue sin duda la casi total garantía de impunidad. En el pico más alto de las ejecuciones los soldados habían perdido por completo el pudor: bajaban a 15 pasajeros de un bus, devolvían a 13 a su ruta y a los dos días presentaban como guerrilleros a los dos que se habían ganado la macabra ruleta. Es conocido el caso de un investigador de la justicia penal militar en Urabá al que le pareció imposible ocultar las evidencias de los crímenes: guerrilleros vestidos con botas recién compradas. El hombre comenzó a enviar los casos a la justicia ordinaria y como es lógico muy pronto estaba vestido de Everfit.

Se habla de la persecución implacable contra los militares. Pero tampoco hoy es fácil lograr una condena por el asesinato de civiles. Se requieren peleas de años para que la Fiscalía plantee un conflicto de competencia y el Consejo Superior de la Judicatura lo resuelva a favor de la justicia ordinaria. Ese es apenas el comienzo de un juicio imparcial. No es justo que los militares pidan la impunidad a cambio de sus éxitos y sus sacrificios.

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